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Ví­a Crucis - Métodos y antecedentes de la meditación

Meditar sobre la pasión y muerte de Cristo despierta las emociones a las que más nos sentimos inclinados: tristeza, pesar, mortificación y espanto ante lo siniestro y cruel de la tortura, el sufrimiento y el dolor. Al ser nuestra mente proclive a la distracción necesita de la concentración para el ejercicio de meditar. Es por ello que al centrar nuestra atención en una imagen, la esculpida en la tablas del vía crucis o narrada en el enunciado de la estación, evitamos nuestra natural inclinación a vagar mentalmente y nos acerca más a la esencia espiritual de aquello que se representa ante nuestros ojos y oídos. Quien medita debe representarse escenas mentalmente lo mismo que un pintor representa escenas del mundo real.

El rezo del Vía Crucis propone una reflexión para cada una de las estaciones, en donde se invita a todos los hermanos  al compromiso cristiano y a la reconciliación con Dios. Dichas reflexiones son continuadoras de una antigua tradición de manuales sobre la meditación de la Pasión, y que abarca desde textos franciscanos medievales a los ejercicios espirituales de San Ignacio. Lo mismo que el ejercicio del Vía Crucis está ligado en sus orígenes a los franciscanos la devoción privada y metódica de la Pasión parece que tuvo su inicio con dicha orden. Así de entre los primeros tratados de estos frailes, destaca la obra “De mediatione passionis Christi per septem diei horas libellus” (“Meditaciones sobre la pasión de Cristo para siete horas al día”), de finales del siglo XIII, en el que recomienda: “… cuando te concentres en estas cosas durante la contemplación, hagas como si de verdad estuvieras presente en el momento que El sufría. Y cuando te lamentes, actúa como si tuvieses a Nuestro Señor sufriendo ante tus mismos ojos y como si estuviera allí para recibir tus oraciones”. Para reforzarlo aún más, se hacen continuas interpelaciones al lector: “¿Que no harías entonces al ver estas cosas? ¿No te arrojarías sobre Nuestro Señor y dirías: ¡No, oh, no hagáis daño a mi Dios! Aquí estoy, hacédmelo a mí y no inflijáis tales penas a Él? Y luego te postrarías y abrazarías a tu Señor y dueño, y aguantarías los golpes sobre ti. De igual forma destacar, en el mismo siglo, “Las Meditaciones sobre la vida de Cristo”, obra en la que abunda la visualización de los acontecimientos de la vida de Cristo provocando en el lector una implicación emocional y un deseo de intervenir para aliviar las cargas del Salvador.

Con el paso del tiempo, y de la mano de la devotio moderna, en torno al siglo XIV entra en juego un elemento más: la imitación, Este movimiento, cuya obra “Imitación a Cristo” de Tomas de Kempis se convierte en la más acabada síntesis del mismo,  recalca la idea de que la mejor vida religiosa consistía en la imitación de Cristo y sus santos. Si es cierto que la imitación ya se había perfilado en los primeros tratados antes citados, es con este movimiento cuando adquiere la razón de ser de la práctica de la meditación. Así se considera que la imitación de Cristo conlleva consecuencias no solo personales, sino públicas.  De esta forma se espera de nosotros que mostremos la misma actitud paciente y tolerante que Cristo y los Santos ante los sufrimientos infligidos.  A partir de este momento imitar a Cristo se convierte en la recomendación en casi todos los tratados y manuales de meditación.

Pero la obra que destacó y que influirá en manuales posteriores fueron los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, de 1548. El grueso de esta obra se dedica a enumerar los detalles de la vida, pasión y muerte de Cristo, de un modo concebido para despertar las emociones empáticas del espectador y provocar que este extraiga lecciones morales y personales apropiadas.